Arrollé el amor con las ruedas de mi coche, lo revolqué entre las estrías de los neumáticos. En la autopista 1, pisé acelerando a fondo, aspiré la noche y sus bombas y sus proyectiles a través de los orificios de ventilación del coche y de los dientes de mi boca, anhelante, lloroso, ávido de un beso más, de su forma de hablar y de su forma de andar, ofrecí rezos sin condiciones, amor sin planes.
viernes, 31 de diciembre de 2010
martes, 28 de diciembre de 2010
miércoles, 22 de diciembre de 2010
Fantasmas entre las páginas
No tengo ex libris, y nunca quise tenerlo. El ex libris, como saben ustedes, es una etiqueta o pegatina impresa que se adhiere a una de las guardas interiores de los libros de una biblioteca, para identificar a su propietario. «Soy de Fulano de Tal», suele decir la leyenda, o recoge algún lema –«Nunca estoy menos solo que cuando estoy solo» por ejemplo– que a menudo viene acompañado de una ilustración, motivo o escudo. Es costumbre bonita y antigua, y algunos ex libris son tan hermosos que hay quien los colecciona. Alguna vez un amigo artista se ofreció a hacerme uno, pero nunca acepté. Tengo mis ideas sobre la propiedad de libros y bibliotecas, y están relacionadas con lo efímero del asunto. He visto muchos libros arder, biblioteca de Sarajevo incluida, y comprado demasiados libros viejos como para hacerme ilusiones al respecto. Si es cierto que todo en esta vida lo poseemos sólo a título de depósito temporal, los libros son un recordatorio constante de esa evidencia. Creo que pretender amarrarlos a la propia existencia, al tiempo limitado de que dispone cada uno de nosotros, es un esfuerzo inútil. Y triste.
Quizá sea ésa, la palabra ‘tristeza’, la que mejor define el asunto. Como comprador y poseedor contumaz de libros usados, cazador de ojo adiestrado y dedos polvorientos en librerías de viejo y anticuarios, nunca puedo evitar que, junto al placer feroz de dar con el libro que busco o con la sorpresa inesperada, al goce de pasar las páginas de un viejo libro recién adquirido, lo acompañe una singular melancolía cuando reconozco las huellas, evidentes a veces, leves otras, de manos y vidas por las que ese libro pasó antes de entregarse a las mías. Como un hombre que, incluso contra su voluntad, detecte en la mujer a la que ama el eco de antiguos amantes, nunca puedo evitar –aunque me gustaría evitarlo– que el rastro de esas vidas anteriores llegue hasta mí en forma de huella en un margen, de mancha de tinta o de café, de esquina de página doblada, anotada o intonsa, de objeto que, abandonado a modo de marcador entre las hojas, señala una lectura interrumpida, quizá para siempre.
Y en efecto, ‘tristeza’ es la palabra. Melancolía absorta en las vidas anteriores a las que el libro que ahora tengo en las manos dio compañía, conocimiento, diversión, lucidez, felicidad, y de las que ya no queda más que ese rastro, unas veces obvio y otras apenas perceptible: un nombre escrito con tinta o la huella de una lágrima. Vidas lejanas a cuyos fantasmas me uniré cuando mis libros, si tienen la suerte de sobrevivir al azar y a los peligros de su frágil naturaleza, salgan de mis manos o de las de mis seres queridos para volver de nuevo a librerías de viejo y anticuarios, para viajar a otras inteligencias y proseguir, de ese modo, su dilatado, mágico, extraordinario vagar.
Por eso, como digo, no tengo ex libris. Rindo culto a los fantasmas, pero no deseo ser uno de ellos. Las estirpes se acaban, los mundos se extinguen, y tarde o temprano llega siempre el tiempo de los ropavejeros y los bárbaros. No quiero que mi nombre, mi lema, mi frágil vanidad de propietario sean causa de que, pasado el tiempo, alguien abra un libro polvoriento o chamuscado y descubra allí mi nombre como en la lápida de una tumba; donde por cierto, tampoco deseo figurar, jamás: «Soy –fui– de Fulano de Tal». Por eso, del mismo modo que conservo con celo ritual cualquier reliquia de anteriores propietarios, dejando allí donde la encuentro la hoja o el pétalo seco de flor, la carta doblada, el dibujo, la tarjeta postal, en lo que a mí se refiere procuro, como quien borra con cuidado las huellas de un asesinato, eliminar todo rastro. Por desgracia, alguno es indeleble: dedicatorias de amigos, subrayados y cosas así. Pero el resto de evidencias procuro eliminarlas con impecable eficacia. Situándome con paranoia de asesino minucioso ante cada libro que abandono en un estante para cierto tiempo –tal vez para siempre–, reviso antes sus páginas retirando cuanto allí dejé durante la lectura: cartas, tarjetas de embarque, notas, facturas, tarjetas de visita. Sin embargo, cuando tras la última ojeada considero limpia la escena del crimen y estoy a punto de cerrar la puerta a la manera de un Rogelio Ackroyd dispuesto a enfrentarse al detective, no puedo evitar una sonrisa contrariada y cómplice. Sé que, pese a mis esfuerzos, un buen rastreador, un lector adiestrado como Dios manda, cualquiera de los nuestros, como diría el buen y viejo abuelo Conrad, sabrá reconocer en pistas sutiles –una nota escrita a lápiz y borrada luego, una mancha de lluvia o agua salada, una marca de tinta, sangre o vida– la huella de mis manos. El eco de mi existencia anónima en esas páginas que amé, y que me recuerdan.
Quizá sea ésa, la palabra ‘tristeza’, la que mejor define el asunto. Como comprador y poseedor contumaz de libros usados, cazador de ojo adiestrado y dedos polvorientos en librerías de viejo y anticuarios, nunca puedo evitar que, junto al placer feroz de dar con el libro que busco o con la sorpresa inesperada, al goce de pasar las páginas de un viejo libro recién adquirido, lo acompañe una singular melancolía cuando reconozco las huellas, evidentes a veces, leves otras, de manos y vidas por las que ese libro pasó antes de entregarse a las mías. Como un hombre que, incluso contra su voluntad, detecte en la mujer a la que ama el eco de antiguos amantes, nunca puedo evitar –aunque me gustaría evitarlo– que el rastro de esas vidas anteriores llegue hasta mí en forma de huella en un margen, de mancha de tinta o de café, de esquina de página doblada, anotada o intonsa, de objeto que, abandonado a modo de marcador entre las hojas, señala una lectura interrumpida, quizá para siempre.
Y en efecto, ‘tristeza’ es la palabra. Melancolía absorta en las vidas anteriores a las que el libro que ahora tengo en las manos dio compañía, conocimiento, diversión, lucidez, felicidad, y de las que ya no queda más que ese rastro, unas veces obvio y otras apenas perceptible: un nombre escrito con tinta o la huella de una lágrima. Vidas lejanas a cuyos fantasmas me uniré cuando mis libros, si tienen la suerte de sobrevivir al azar y a los peligros de su frágil naturaleza, salgan de mis manos o de las de mis seres queridos para volver de nuevo a librerías de viejo y anticuarios, para viajar a otras inteligencias y proseguir, de ese modo, su dilatado, mágico, extraordinario vagar.
Por eso, como digo, no tengo ex libris. Rindo culto a los fantasmas, pero no deseo ser uno de ellos. Las estirpes se acaban, los mundos se extinguen, y tarde o temprano llega siempre el tiempo de los ropavejeros y los bárbaros. No quiero que mi nombre, mi lema, mi frágil vanidad de propietario sean causa de que, pasado el tiempo, alguien abra un libro polvoriento o chamuscado y descubra allí mi nombre como en la lápida de una tumba; donde por cierto, tampoco deseo figurar, jamás: «Soy –fui– de Fulano de Tal». Por eso, del mismo modo que conservo con celo ritual cualquier reliquia de anteriores propietarios, dejando allí donde la encuentro la hoja o el pétalo seco de flor, la carta doblada, el dibujo, la tarjeta postal, en lo que a mí se refiere procuro, como quien borra con cuidado las huellas de un asesinato, eliminar todo rastro. Por desgracia, alguno es indeleble: dedicatorias de amigos, subrayados y cosas así. Pero el resto de evidencias procuro eliminarlas con impecable eficacia. Situándome con paranoia de asesino minucioso ante cada libro que abandono en un estante para cierto tiempo –tal vez para siempre–, reviso antes sus páginas retirando cuanto allí dejé durante la lectura: cartas, tarjetas de embarque, notas, facturas, tarjetas de visita. Sin embargo, cuando tras la última ojeada considero limpia la escena del crimen y estoy a punto de cerrar la puerta a la manera de un Rogelio Ackroyd dispuesto a enfrentarse al detective, no puedo evitar una sonrisa contrariada y cómplice. Sé que, pese a mis esfuerzos, un buen rastreador, un lector adiestrado como Dios manda, cualquiera de los nuestros, como diría el buen y viejo abuelo Conrad, sabrá reconocer en pistas sutiles –una nota escrita a lápiz y borrada luego, una mancha de lluvia o agua salada, una marca de tinta, sangre o vida– la huella de mis manos. El eco de mi existencia anónima en esas páginas que amé, y que me recuerdan.
Arturo Pérez-Reverte
Foto tomada en Ghante, Bélgica, de cuando pasamos por allí en el viaje de estudios :)
lunes, 20 de diciembre de 2010
martes, 7 de diciembre de 2010
Cuando la única jugada posible es no mover
Las vidas posibles de Mr. Nobody
sábado, 4 de diciembre de 2010
El humo del incienso. Un vaso que se derborda. Pies fríos. Sábanas como refugio. Sobrenatural. Pliegues en las hojas de un libro. El número siete. Una gota de agua que se resbala por el cuello. Fuegos artificiales. Besos que estallan. Tu voz. Tú luz, esa que aún no logras ver, pero que nos ciega a los demás. Una canción que te golpea el alma. La duda, que en vez de golpearla la aplasta. El tiempo, puerta infinita para caer en el vacio. El amor, todo aquello para lo que siempre utilizaste la palabra nunca.
jueves, 2 de diciembre de 2010
Oh capitán, mi capitán
· Sólo al soñar tenemos libertad, siempre fue así y siempre así será.
· La verdad es como una manta que siempre te deja los pies fríos. La estiras, la extiendes y nunca es suficiente. La sacudes, le das patadas, pero no llega a cubrirnos. Y desde que llegamos llorando hasta que nos vamos muriendo sólo nos cubre la cara, mientras gemimos, lloramos y gritamos.
· Les contaré un secreto: no leemos y escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana; y la raza humana está llena de pasión. La medicina, el derecho, el comercio, la ingeniería... son carreras nobles y necesarias para dignificar la vida humana. Pero la poesía, la belleza, el romanticismo, el amor son cosas que nos mantienen vivos.
· Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, queria vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida. Dejar de lado todo lo que no fuera la vida. Para no descubrir en el momento de la muerte, que no había vivido.
· Que tú estás aquí, que existe la vida y la identidad. Que prosigue el poderoso drama y que tú puedes contribuir con un verso.
El club de los poetas muertos.
martes, 30 de noviembre de 2010
Silencios
Me encantan los silencios. Esos que desatan la mente y desdibujan el contexto. Silencios que te miran con la vida en los ojos. Silencios de noventa y nueve centímetros. Inefables. Silencios que expresan mucho más de lo que cualquier otra cosa podría expresar. Silencios que te mantienen segura. Que te elevan al infinito. Silencios que saben a amor y huelen a jazmines. Silencios que revientan tímpanos. Que te transportan a otro lugar. Silencios que no todo el mundo puede valorar. Silencios que sueñan sin lienzos y pintan sin colores. Silencios que no volverás a alcanzar. Esos que debes olvidar. Silencios que has de dejar marchar. Tus silencios.
lunes, 29 de noviembre de 2010
viernes, 19 de noviembre de 2010
viernes, 12 de noviembre de 2010
-No es lo que dices de él, es lo que no dices. No hay ni un atisbo de entusiasmo, ni un ápice de emoción, veo en esa pareja la pasión de dos pingüinos. ¿Dónde está tu arrebato? Quiero que flotes, quiero verte cantar con furia y bailar como posesa.
-Oh, ¿eso es todo?
-Sí, verte feliz hasta el delirio o dispuesta a serlo.
-De acuerdo, feliz hasta el delirio, haré todo lo que pueda.
-Ya sé que suena un poco cursi, pero el amor es pasión, obsesión, no poder vivir sin alguien. Mira, pierde la cabeza, encuentra alguien a quien amar como loca y que te ame de igual manera. ¿Cómo encontrarlo? Pues...olvida el intelecto y escucha el corazón. No oigo ese corazón. Porque lo cierto hija es que vivir sin eso no tiene sentido alguno. Llegar a viejo sin haberse enamorado de verdad, en fin, es como no haber vivido. No te cierres, nunca se sabe, quizá caiga una estrella.
martes, 9 de noviembre de 2010
lunes, 8 de noviembre de 2010
El cuerpo, Stephen King.
Aunque yo hubiera sabido decir lo correcto, seguramente no habría podido decirlo. Las palabras destruyen las funciones del amor (supongo que es terrible que un escritor diga esto, pero creo que es cierto). Si hablas para decirle a una cierva que no le deseas ningún daño, se esfumará con un simple meneo de rabo. Lo malo es la palabra. El amor no es lo que los poetas cretinos como McKuen quieren hacerte creer. El amor tiene dientes que muerden; y las heridas jamás cicatrizan. Ninguna palabra, ninguna combinación de palabras puede curar esas mordeduras del amor. Pero también lo contrario es cierto, ésa es la ironía. Si esas heridas se cierran, las palabras se mueren con ellas. Podéis creerme. Me gano la vida con las palabras y sé que es cierto.
sábado, 6 de noviembre de 2010
It's not a silly little moment
It's not the storm before the calm
This is the deep and dyin breath of
this love we've been workin on
Can't seem to hold you like I want to
so I can feel you in my arms
Nobody's gonna come and save you
we pulled to many false alarms
I was the one you always dreamed of
you were the one i tried to draw
how dare you say it's nothin to me
baby, you're the only light I ever saw
you were the one i tried to draw
how dare you say it's nothin to me
baby, you're the only light I ever saw
jueves, 4 de noviembre de 2010
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Nightmare machine
La necesidad de distracción era tan inmensa que trataba de encontrarla en cualquier lugar, en cualquier acción por estúpida o insensata que fuera. La pasividad hacía que su llama se apagase, dejando paso a una destructiva oscuridad que ni siquiera le permitía dormir, y en caso de hacerlo resultaba incluso peor. Jugaba con su mente irrumpiendo y controlando su subconsciente generando a su paso nuevas pesadillas.
lunes, 1 de noviembre de 2010
Las cosas que no nos dijimos
He amaestrado la soledad, hace falta muchísima paciencia. He caminado por ciudades de todo el mundo en busca del aire que respirabas. Dicen que los pensamientos de dos personas que se aman siempre terminan por encontrarse, así que me preguntaba a menudo antes de dormirme por las noches si tú también pensabas en mí cuando yo pensaba en ti; fui a Nueva York, recorrí las calles soñando con verte y temiendo a la vez que ese encuentro se produjera. Cien veces creí reconocerte, y era como si mi corazón dejara de latir cuando la silueta de un hombre me recordaba a ti. Me juré no volver nunca a amar así, es una locura, un abandono de sí mismo imposible.
miércoles, 27 de octubre de 2010
miércoles, 13 de octubre de 2010
domingo, 26 de septiembre de 2010
sábado, 25 de septiembre de 2010
Hay días iluminados por pequeñas cosas, por nimiedades que te hacen increíblemente feliz: una sobremesa con risas, un juguete de infancia que aparece en la estantería de un anticuario, una mano que aprieta la tuya, una llamada que no esperabas, unas palabras dulces, tu hijo que te abraza sin pedir otra cosa que un momento de amor... Hay días iluminados por pequeños momentos de gracia, un aroma que te alegra el alma, un rayo de sol que entra por la ventana, el ruido de un chaparrón cuando estás todavía en la cama, las aceras nevadas o la llegada de la primavera y sus primeros brotes.
Hay días hechos de nimiedades, días de los que uno se acuerda mucho tiempo sin que pueda verdaderamente saber por qué.
Hay días hechos de nimiedades y que llenan el alma de melancolía, momentos de soledad de los que uno se acuerda durante mucho, mucho tiempo.
martes, 21 de septiembre de 2010
domingo, 19 de septiembre de 2010
-¿Sabrían explicar a un niño de seis años qué es la inteligencia de la que hablaba la señorita, la que habría permitido al hombre domesticar el fuego?
-¿Por qué a un niño de seis años?
-¡Porque si usted no sabe explicar un concepto a un niño de seis años, es que no conoce su sentido!
Todos somos niños de seis años en este pequeño planeta -dijo más calmado. Al niño de seis años que les hubiera preguntado que es la inteligencia, hubieran podido responderle con una sola palabra: el amor. Éste es un pensamiento que se nos escapará todavía durante mucho tiempo.
sábado, 18 de septiembre de 2010
viernes, 17 de septiembre de 2010
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